Francisco Ceballos es el nuevo protagonista de la serie Héroes del
bosque. En su finca, ubicada en el municipio de Versalles, creó tres corredores
ecológicos en los parches afectados por la ganadería. El proceso de
restauración ya suma más de 170 hectáreas de bosque. Su tapete tupido de verde
es visitado por pumas, tigrillos, zainos, armadillos y cientos de aves. Lo
bautizó Bongo Negro, un árbol casi extinto en la zona.
Era el año 1997. Mientras Francisco
Ceballos trabajaba en Bogotá como consultor en temas agropecuarios y de
ordenamiento territorial, una llamada de su papá le causó un escalofrío que le
recorrió todo el cuerpo, como si una gota de agua helada le bajara por la
espalda. Le informó que la edad le estaba pasando cuenta de cobro.
Inmediatamente fue a corroborar la
mala noticia. Fue a visitarlo a La Gregoria, una finca de 150 hectáreas ubicada
en la vereda La Aurora, en el corregimiento del Vergel, a dos horas del casco
urbano de Versalles, municipio del norte del Valle del Cauca. Don Sigifredo
vivía allí desde la década de los setenta, aislado del mundo y del desarrollo. Su
única compañía eran 50 vacas y uno que otro perro que le avisaban cuando
llegaba algún extraño.
Lo vio deteriorado y agobiado. No
podía caminar por una severa hinchazón en sus pies, que lo obligó a postrarse en
la cama. Los dolores de cabeza y la visión borrosa causadas por la hipertensión
estaban desbocadas. Las pastillas ya no hacían efecto. Don Sigifredo, cercano a
los 70 años, no tenía quien le ayudara a sortear los achaques de la vejez. Y lo
peor de todo es que se rehusaba a irse de su hogar en las montañas de
Versalles.
Francisco, nacido en Cali hace 62
años, pero con raíces en Antioquia, le propuso a su padre comprarle la finca,
algo que al comienzo no le sonó. “No fue fácil convencerlo, y con toda
razón. Llevaba más de 20 años con sus vacas y cultivando uchuvas, lulo y
arracachas, productos que vendía en el pueblo; su corazón estaba ahí. Después
de varios meses de intentos fallidos, mi papá accedió y me dijo que asumiera la
deuda con el Banco Agrario. La compré para no dejar perder el trabajo de mi
papá en estas tierras”.
Luego de cerrar el trato llamó a sus
seis hermanos para ver cómo podían ayudar al padre de familia, divorciado hace
muchos años. No podía seguir solo en la finca y aunque le propusieron contratar
a alguien para que lo cuidara, el orgullo no lo dejó. “Le parecía un exabrupto
que un hijo le comprara. Mi hermano menor, que vivía en el casco urbano de
Versalles, lo recibió por un tiempo. Luego decidió irse a Cali, donde tenía
varios amigos y familiares, y en 2012 se fue para Medellín. Nunca regresó a La
Gregoria. En 2017, a los 88 años de edad, murió en mi casa en Copacabana”.
Nace Bongo Negro
Aunque La Gregoria tenía una gran
cantidad de pasturas para el ganado, Francisco vio un enorme potencial en el
bosque que logró sobrevivir. “Entonces mi motivación fue doble: tanto como
tributo a mi papá como una posibilidad de conservar el hábitat y propiciar vida
salvaje. Sin tener muchos conocimientos, ya que soy ingeniero agrónomo, estaba
seguro que bajo esa mancha boscosa había un sinfín de animales y plantas”.
Los primeros recorridos por las 150
hectáreas de la finca, con alturas que oscilan entre los 1.700 y 2.000 metros
sobre el nivel del mar, corroboraron su teoría. “Las zonas altas y bajas del
terreno estaban llenas de bosque subandino, con presencia de animales de
monte”.
Decidió dejar en pie la casa de
bahareque de un nivel donde vivió su padre, con pisos de madera, techo de cinc,
barandales azules, tres habitaciones, una cocina y un baño. Lo hizo como un
homenaje. Sacó todo el ganado, ya que tenía un proyecto en mente: convertir la
antigua finca agropecuaria en un centro de investigación para la ciencia.
Francisco abandonó Bogotá para
radicarse en Versalles, donde trabajó dos años en el comité de participación
comunitaria. Luego vivió en la antigua casa de su progenitor y sembró
granadilla, lulo y café, pero no quiso repetir esa vida de ermitaño. Se fue
para Medellín a hacer consultorías, pero destinó los fines de semana para
recorrer La Gregoria y gestar su proyecto: negoció predios para ampliar el área
de bosque y evitar que alguien llegara a talar.
En 2007 compró dos fincas más: El
Ensueño y El Pensil, que junto a La Gregoria suman 189 hectáreas. “En 2010
adquirí otras ocho hectáreas, es decir que tengo casi 200. Decidí bautizarla
como Bongo Negro, árbol también llamado cedro negro, que antes abundaba en la
región. Hoy, la deforestación lo tiene al borde de la extinción”.
Corredores de vida
Con Bongo Negro a su nombre,
Francisco pensó cómo podría reverdecer las zonas peladas por el pisoteo del
ganado. Quería conectar las partes altas y bajas de la montaña, para que el
flujo de los animales no siguiera interrumpido. William Murillo, uno de los vecinos
del corregimiento del Vergel, le copió la idea y le extendió su mano amiga.
“El propósito era hacer tres
corredores biológicos. Pero no fue un proceso de siembra o reforestación. En
2012, William tuvo una idea fantástica de encerrar las tres zonas con cercas
para evitar que alguna vaca ingresara y dejar que la naturaleza hiciera lo
suyo. Me dijo que con las semillas de
los árboles y la cantidad de aves y otros animales, el bosque renacería solo.
Así fue, el aislamiento permitió que se revegetalizara”.
Siete años después de la instalación
de las cercas, los tres corredores biológicos hoy lucen como colchones tupidos
de bosque, con especies como cedros amarillo, blanco, rosado y uno que otro
negro, lechoso, balso, siete cueros, cerezo, guadua, palma de cera, helecho
arborescente, orquídeas, bromelias y musgos. “Es maravilloso el poder de
regeneración de la naturaleza. Caminar por los recovecos del bosque es respira
un aire que purifica todo el cuerpo”, dice Francisco, quien vivió varios años
en Alemania en sus épocas de estudiante.
A la fecha, de las casi 200 hectáreas
de Bongo Negro, 85 por ciento está cubierto por bosque subandino, es decir más
de 170 hectáreas. Además, en la zona nacen ocho quebradas que surten a cuatro
veredas del corregimiento. “El que recorre los
tres corredores biológicos le cuesta creer que antes eran pasturas para el
ganado. Esto demuestra que mantener el bosque en su estado natural y dejarlo
actuar por sí solo, valió la pena.
Ruta animal
La mente de Francisco siempre maquina
nuevos proyectos. Con el éxito de los corredores en Bongo Negro, ahora está
interesado en constituir la finca como reserva natural de la sociedad civil,
trabajo que cuenta con el apoyo de la corporación Serraniagua, organización
ambiental comunitaria que trabaja en seis municipios del Valle del Cauca y
Chocó que conforman la Serranía de los Paraguas.
“Desde 2017 hacemos caracterizaciones
en el bosque para identificar las especies que allí habitan, y así elaborar el
plan de manejo ambiental que piden para la constitución como reserva. Estoy a
la espera de pagar el último crédito que tengo con el Banco Agrario para
iniciar con el papeleo ante el Ministerio de Ambiente”, asegura Francisco, que hoy vive con su novia en Copacabana, que
hace parte del área metropolitana de Medellín.
Con el éxito de los corredores en
Bongo Negro, ahora está interesado en constituir la finca como reserva natural
de la sociedad civil.
El proceso de caracterización lo dejó
perplejo. En 2018, una estudiante de doctorado de la Universidad del Valle, que
Serraniagua llevó a la futura reserva, instaló cámaras trampas en los tres
corredores para captar imágenes de la fauna, que arrojaron especies de toda la
cadena trófica, desde guaguas o pacas, perros de monte, zorros, armadillos,
zainos, zorrillos, venados, comadrejas, osos hormigueros y hasta tigrillos y
pumas.
“Hay muchos compases, un ave que
transita entre el Pacífico y los Andes. Cuando visito el bosque me encuentro
con huellas y caminos abiertos por los animales. Me detengo a ver las madrigueras
de los armadillos y a veces captó la sombra de monos aulladores. Analizó el
suelo, las hojas, las semillas. Hay una mata que por el filtrado de la luz
tiene manchas rojas, que acá llaman sangre de Cristo. Todo eso me maravilla, es
el aliciente definitivo para seguir conservando y sirve de ejemplo para que los
colombianos cuiden la naturaleza”.
La Serranía de los Paraguas, donde
está ubicada Bongo Negro, abarca 250.000 hectáreas de tres municipios del Valle
del Cauca (El Cairo, Versalles y El Dovio) y tres del Chocó (San José del
Palmar, Sipí y Nóvita). Permite la conexión
estratégica entre dos regiones altamente biodiversas: el Chocó biogeográfico y
los Andes tropicales.
Imágenes de cámara trampa tomadas por
la Fundación Serraniagua.
Según Cesar Franco, asociado de
Serraniagua, esta serranía es un territorio de suma importancia a nivel
mundial, y no solo por albergar ecosistemas del bosque lluvioso de las zonas
bajas del Chocó y los de montaña de los Andes, sino por ser un nicho de
biodiversidad representado en muchas especies hoy amenazadas por la
deforestación.
“Ante el peligro que corre esta
biodiversidad, la organización apoya a las comunidades que quieren constituir
sus predios con bosque en reservas de la sociedad civil, para que sirvan de conexión
entre grandes refugios de bosque o de especies. Hacemos gestión por medio de
convenios o alianzas científicas con universidades para conocer la diversidad
ecológica en estos sitios, como fue el caso de Francisco, donde instalamos
cámaras trampa”.
Cristian Cardona, facilitador de
Serraniagua, lidera el proyecto de monitoreo comunitario de fauna silvestre en
la Serranía de los Paraguas. “Al darle información a la comunidad sobre lo que
hay en sus terrenos, les brindamos herramientas o insumos para que lo
planifiquen mejor. El ideal es empoderar a la gente en torno a la
biodiversidad. Cuando aparece una especie amenazada, ellos sienten que tienen
una mayor responsabilidad de conservar”.
Ecoturismo a futuro
Francisco, con un acento mezclado
entre paisa y valluno, quiere generar conocimiento en Bongo Negro, además de
ponerla a disposición de la gente. Ya tiene contempladas tres líneas de turismo
para un futuro no muy lejano.
Imágenes de cámara trampa tomadas por
la Fundación Serraniagua.
“La primera es una línea de
turismo científico, con el fin de conocer lo que hay acá. La segunda es de
turismo de naturaleza, pequeños grupos de no más de cinco personas que estén
comprometidos con la conservación ambiental, los cuales dormirían en la antigua
casa de mi papá y en otra que pienso construir con guadua. Y la tercera un
turismo de bienestar, que en este caso estará enfocada en el avistamiento de
aves”.
Y quiere más. Tiene proyectada una
huerta orgánica para producir mermeladas de mora, guanábana, maracuyá, uchuva y
jengibre, lo que complementará con su trabajo actual en Copacabana, donde vende
alimentos artesanales como cacao, café orgánico, jaleas y miel de abeja pura.
“La única producción que tiene cabida en Bongo Negro son frutales para sacar
las materias primas. Alimentación sana para la gente”.
En Bongo Negro no coge la señal de
celular. No hay televisión, radio, ducha y mucho menos conexión a internet. La
estufa es de leña. El único contacto es con la naturaleza. Las comodidades
sobran, ya que basta con la algarabía de los pájaros al amanecer, los frondosos
bosques y la niebla que baja entre las montañas.
Repetir la historia
Lucas Felipe Ceballos es el único
hijo de Francisco. Tiene 35 años, es politólogo y actualmente vive en Berlín
(Alemania), donde trabaja como consultor en un proyecto de digitalización de
información con el gobierno federal. Ha visitado varias veces Bongo Negro, pero
aún no desarrolla ese amor por la naturaleza que tiene su padre.
A la fecha, de las casi 200 hectáreas
de Bongo Negro, 85 por ciento está cubierto por bosque subandino, es decir más
de 170 hectáreas. Además, en la zona nacen ocho quebradas que surten a cuatro
veredas del corregimiento.
“Le interesa, pero lo veo más como
expectante de lo que yo pueda hacer acá. Me gustaría que cuando la edad me
pegue duro, Felipe continúe con este proceso, que no lo deje morir, ya que es
su herencia. Ojalá ocurra ese relevo generacional, como yo lo hice con mi papá.
Ya llevamos casi 50 años con estas tierras”.
Espera que su hijo reciba esa batuta
ambiental. Que cuando tenga 80 años y las rodillas ya no le den para caminar
por el bosque, su retoño proteja el más grande de sus tesoros a capa y espada.
“Si esa transición no llega a darse, donaría el terreno a una fundación seria y
comprometida. No quiero que el sueño que logró cumplir mi papá, de tener una
finca propia, llegue a su fin por caer en manos inescrupulosas. Espero que mi
hijo haga lo mismo: que mantenga esa idea, para muchos descabellada, de
conservar un bosque”.
Mientras tanto, Francisco
continuará con su sueño de explorar la vida animal y vegetal de su terreno
boscoso. “Este año vamos a hacer una expedición con un amigo experto
en orquídeas. El ideal es publicar un manual con estas especies. Además, tengo
proyectado hacer un vivero con 200 cedros negros, no para explotarlos, sino
para evitar que desaparezca totalmente. Hacer lo mismo que hicimos en los
corredores biológicos: dejar que la naturaleza actúe por sí sola. Es un aporte
pequeño pero valioso”.
Amigo incondicional
William Murillo, un campesino de 50
años, no solo fue el artífice de los corredores biológicos en Bongo Negro.
Desde hace siete años está a cargo de la finca de Francisco, un voto de
confianza que depositó debido a su compromiso con el medio ambiente y por una
amistad que esperan cultivar hasta viejos.
Ambos llegaron a un acuerdo. A cambio
de convertirse en los ojos y oídos para la conservación del bosque subandino,
William puede pastar sus 50 terneros en las pasturas que no han sido
recuperadas. “Recorro la zona día de por medio. Miro que no haya cazadores o
aserradores y que el ganado no atropelle las zonas boscosas. Es un acuerdo de
gana y gana”.
Su idea de aislar los terrenos con
pasturas para crear corredores ya la había hecho en una de sus fincas, la cual
es reserva de la sociedad civil. “Llevo mucho tiempo trabajando temas
ambientales. La experiencia me ha enseñado que la mejor forma de reforestar es
aislar. En mi reserva de 90 hectáreas primero traté de recuperar las zonas
sembrando, pero las especies morían. Aislando con un hilo de cuerda eléctrica
todo va recuperándose solo”.
No encuentra casi palabras para
describir la sensación que le causa caminar por el bosque. “El aire, los
animales y los sonidos son maravillosos. Los árboles dejan un tendido de flores
en el suelo que encanta a cualquiera. Yo disfruto más cuando estoy en el bosque
que trabajando el ganado, y eso que siempre me he dedicado a esa actividad”.
Francisco continuará con su sueño de
explorar la vida animal y vegetal de su terreno boscoso.
Su experiencia con el bosque ya le
permite identificar las especies arbóreas con tan solo mirarlas. “En la finca
de Francisco hay siete cueros, bongo, nuquetoro, balso, yarumo, encenillo,
mantequillo y arenillo. Acá no sabemos lo que es una motosierra, por eso
encontramos árboles de 100 años con más de 20 metros de altura”.
Nació en Versalles y no tiene
contemplado irse. Vive a media hora de la finca de Francisco, junto con su
esposa y sus dos hijos varones. Yesid, el mayor, decidió seguir sus pasos como
protector del ambiente. “Siempre me acompaña a recorrer el bosque, es mi
mano derecha. Desde pequeño le gustaron los animales y los árboles,
una pasión que le cultivaron en la escuela, donde crearon el grupo Bosque
Encantado. De bachiller hizo un trabajo con el bongo negro. Él me ayudó a hacer
el plan ambiental de la reserva que tengo. Es muy bacano ese trabajo de padre e
hijo”.
Yesid, de 20 años de edad, cursa
sexto semestre de administración ambiental en una universidad de Roldanillo y
no escatima agradecimientos a su padre por todo el conocimiento que le ha
transmitido. “Siempre me iba con él a verlo trabajar. Un día, cuando lo vi
haciendo cerramientos para los bosques, me llamó mucho la atención. Me inyectó
ese conocimiento sobre la importancia de conservar los recursos naturales. Por
eso escogí estudiar una carrera ambiental”.
En | Las cámaras trampa en Bongo
Negro arrojaron imágenes sorprendentes de animales como
guaguas, perros de monte, zorros, armadillos, zainos, zorrillos, venados,
comadrejas, osos hormigueros y hasta tigrillos y pumas.
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